06 de agosto de 2017. Evangelio según san Mateo 17, 1-9.
Jesús tomó a Pedro, a
Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se
transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus
vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés
y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos
aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa
los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Éste es mi
Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”. Al oír
esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se
acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando
alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del
monte, Jesús les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo
del hombre resucite de entre los muertos”.
La
humanidad de Cristo está unida a su divinidad en la única persona del Verbo de
Dios, que es el Hijo en la misma naturaleza del Padre. Mientras fue viador, es
decir peregrino de esta vida como somos nosotros, también era comprensor, es
decir que su alma estaba en la visión beatífica, por lo cual tenía la ciencia
de visión en su alma humana. Esta alma estaba glorificada, no así su cuerpo que
velaba la Gloria de Dios, por cumplir el plan por el cual Él se anonadó, es
decir que se abajó, se despojó de su gloria divina en su cuerpo. Pero, para
animar a sus discípulos al paso de su pasión, por unos breves momentos, les
mostró algo de la gloria divina, que hizo redundar en su cuerpo en aquellos
momentos. Y como Él se identificó con ese personaje que aparece junto a Dios
Padre en el profeta Daniel, y que lo llama “parecido” a un “hijo de hombre”; y
que San Juan en el Apocalipsis dice que es el único que puede abrir el libro de
los designios Divinos, porque es el que va a cumplir la voluntad del Padre, y
se va a ofrecer como sacrificio para salvar al hombre y redimirlo de sus
pecados; el Padre mismo con su voz gloriosa lo va a enseñar como a Aquel que es
su propio Hijo y a quién los hombres deberemos escuchar con atención. Es
verdad, desde toda la eternidad, podríamos decir que se celebra una liturgia en
el cielo. El Hijo de Dios glorifica al Padre, y desde toda la eternidad se
ofrece en sacrificio redentor. Pues ahora el Padre glorifica al Hijo
mostrándolo como tal y poniéndolo a Él como su propia expresión y revelación a
la humanidad. Es por eso que San Pedro nos dirá al enseñar lo concerniente a su
segunda venida, que a diferencia de la gnosis, el Evangelio de Jesucristo que
los apóstoles predican no está basado en fábulas creadas e imaginadas por el
hombre, sino que es una realidad que viene atestiguada por la manifestación que
ellos mismos, los apóstoles, han visto, de la misma gloria de Dios en la
humanidad de Cristo. Si bien en su momento se llegó a sostener que Cristo había
sido un personaje inventado por el hombre y que nunca habría existido, ya hoy,
nadie se atreve a mantener dicha afirmación. Hay suficientes testimonios
históricos de su paso por este mundo y de su realidad, incluso de su misma resurrección, como puede
ser la existencia del sudario que le envolvió y que lleva milagrosamente
impresas sus marcas. Él mismo se llamaba a sí mismo “el Hijo del hombre” usando
el título que había usado el profeta Daniel y que según la exégesis judía es el
mismo mesías al que se refiere. Cristo utilizará ese mismo título ante el juicio
de Caifás, incluso refiriéndolo a la
gloria de su venida, o también extendiendo ese título al triunfo de su Iglesia.
Es como si le hubiese dicho a Caifás, ustedes me están dando muerte aquí y
ahora, pero no podrán impedir la
implantación de mi Reino, al que verán crecer en la Iglesia naciente y a
la que no podrán aniquilar. Así es, por medio de la Iglesia y de Cristo es y
será como los hombres podremos alcanzar la gloria del Reino de Dios. Primero
deberemos escucharlo y ser parte del Cristo místico en la tierra.
Pbro. José D´Andrea
Capellán Castrense