Reflexión del Evangelio de la Solemnidad de Pentecostés


04 de junio de 2017. Evangelio según San Juan 20, 19-23.
Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!” Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.

La fiesta de Pentecostés, era una celebración agraria por la siega, que había pasado a ser en Israel el recuerdo de la celebración de la Alianza en el Sinaí después de la salida de Egipto de los israelitas comandados por Moisés; y por lo tanto una conmemoración de la entrega de las tablas de la Ley. Ya en el Nuevo Testamento, se convertirá en el día en el cual se derramó sobre la Iglesia, en la persona de los Doce Apóstoles, el don del Espíritu Santo. Con un viento impetuoso y como lenguas de fuego que se posaban sobre los apóstoles llegó el don de lo alto. Se produce la salida del lugar y la predicación en lenguas o fenómeno llamado de la glosolalia, por el cual hombres que habían llegado a Jerusalén venidos de diferentes naciones y que por ello hablaban distintos idiomas, los entendían a los apóstoles, cada uno en su propia lengua. Es la recuperación de la unida perdida con motivo de la construcción de la torre de Babel. El significado es claro, cuando los hombres quieren construir un mundo único basado en el olvido de Dios y en la soberbia del hombre, es decir, marcado por el pecado, se produce la desunión de pueblos y naciones; en cambio cuando el hombre acepta humildemente el Reino de Dios, Él es el que lleva a la tan anhelada pacificación y unidad de todos. Como dirá San Pablo: todos formamos parte de un único Cuerpo, es decir que por el Bautismo, que nos ha dado la gracia y el don del Espíritu, hemos venido a ser hechos partícipes de la misma naturaleza divina y estamos unidos a Cristo Cabeza formando parte como miembros de un mismo Cuerpo, que es el Cuerpo Místico de Cristo, es decir la Iglesia. El Espíritu Santo es como el viento que levanta las hojas y que al inhabitar en nuestras almas, las levanta desde su interior a una vida más alta. Así es como la gracia es la ley del Evangelio, ella es la que nos mueve a cumplir los mandamientos y nos hace vivir las virtudes cristianas. Aquellos carismas que el Espíritu Santo dio a la Iglesia, como la glosolalia, las curaciones, la profecía, etcétera, fueron cesando por el siglo II como lo atestigua San Agustín; porque esos dones se habían otorgado para que la Iglesia se levantara y estableciera rápidamente en todos lados. Una vez que la Iglesia se encontró construida firmemente a lo largo y a lo ancho del Imperio Romano, es decir una vez que se encontró encarnada por así decir, los dones ya no hicieron falta. La Iglesia es el sacramento de la unión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. Ella, por la celebración de los sacramentos es la que santifica a todo hombre que viene a este mundo y no hay otro medio de salvación que no sea de Cristo y de su Iglesia. Así es la voluntad y la revelación de Dios: el camino ordinario de salvación. Fuera de la Iglesia no hay salvación. Incluso si alguien obra rectamente y alcanza la salvación por seguir rectamente su conciencia sin estar en ella ni conocerla, sin embargo invisiblemente está en ella. Aún así, hay obligación y esto es los mejor, de pertenecer a ella visiblemente como también de corazón. Cristo la llamó “mi Iglesia” y le dio su Espíritu para que salvara a los hombres y perdonara sus pecados.
Pbro. José D´Andrea
Capellán Castrense