16 de abril de 2017.Evangelio según
San Juan 20, 1-9.
El
primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María
Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al
encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo:
“Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Pedro
y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero
el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al
sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón
Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y
también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas,
sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había
llegado antes al sepulcro: Él también vio y creyó. Todavía no habían
comprendido que, según la Escritura, Él debía resucitar de entre los muertos.
Esa madrugada del Domingo de Pascua,
todo estaba todavía a oscuras, y curiosamente, en medio de la oscuridad, sucede
lo imprevisible, el sepulcro se encuentra vacío, el Señor no está allí, su
cuerpo no se encuentra. En la mitología griega, habían existido relatos de
personajes muy conocidos, como Hércules, Orfeo y Ulises, en la romana también
Eneas, que estando en vida, habían descendido al Hades, es decir al transmundo
inferior, y luego regresado con la misma vida a éste mundo nuevamente. El mismo
Dante Alighieri retomará dichos relatos para su imaginario viaje por el más
allá. Era, eso sí una prerrogativa del héroe el ir al otro mundo y volver. En cambio,
ya en la revelación del Antiguo Testamento, se habla de la vida en el más allá,
de las almas separadas y también se habla de la resurrección de todos al fin de
los tiempos, como en el profeta Ezequiel. Y singularmente se habla también de
un personaje, que en los salmos, es como sometido a dura prueba y abatido,
luego incorporado o levantado para dar gloria a Dios en medio de sus hermanos,
o para narrar las hazañas de Dios a un Pueblo que ha de nacer (cfr. Sal 21,
22). San Agustín dice que el Pueblo que ha de nacer es la Iglesia, pero la
Iglesia nace con la virtud de la fe, y ésta virtud de la fe proviene y nace de
la resurrección de Cristo; también anunciada por el profeta Jonás 2, 1 y por el
profeta Oseas 6, 2, en ambos lugares se hace mención de los tres días en que el
mesías había de permanecer muerto hasta resucitar. Ahora bien, la resurrección
de Cristo no es precisamente una vuelta a esta vida, como había sido la de
Lázaro, para después volver a morir; sino que el Señor ha tomado ya la forma de
la resurrección definitiva de los últimos tiempos, o del último día que ya
anunciaba el profeta Ezequiel. Él, es decir Cristo, ya no muere más. La
resurrección, la suya, es un evento histórico pero también metahistórico,
físico y metafísico a la vez, ya que el estado que adquiere es el estado de
gloria. Por eso están allí, en el sepulcro las vestiduras y el sudario envueltos,
su cuerpo tiene la sutilidad de los cuerpos gloriosos, que le permiten entrar y
salir con puertas y ventanas cerradas y vestiduras también cerradas sin abrir.
Si unos ladrones hubieran robado el cuerpo lo habrían llevado con vestiduras,
sudario y todo lo que tenía puesto. En cambio, si se encuentran allí las
vestiduras envueltas, es porque Él mismo ha salido sin desenvolverlas. Éste
acontecimiento es de una trascendencia enorme y de igual importancia para el
hombre y la humanidad: la muerte ha sido vencida. Ha triunfado la vida y la
Vida Eterna. Existe el más allá, porque Él ha vuelto a la vida y nos lo ha
mostrado. Dios existe y su visión bienaventurada es la felicidad del hombre y
el Bien Supremo al que deberá aspirar con una vida nueva de fe y santidad; como
si ya estuviera resucitado con Cristo, con el que alguna vez al fin de todos
los tiempos estará resucitado como Él. Como dice Job en su libro: con mis
propios ojos contemplaré al Señor. Creemos pues con toda la Iglesia en la
resurrección de Cristo, al tercer día después de su muerte; y en la
resurrección al fin de los tiempos, para vivir el mundo de la Gloria de Dios,
cuando toda la materia del universo sea llevada a la gloria, porque también
habrá cielos nuevos y tierra nueva donde Dios los será todo en todos. Todo ello
no es un relato mitológico, sino palabra y acontecimiento anunciado y realizado
por el mismo Dios hecho hombre.
Pbro. José D´Andrea
Capellán Castrense